Dos pactos
En la misma línea de la diferencia entre destino y fatalidad, Rab Soloveitchik establece una distinción fundamental a nivel nacional:
Cuando analizamos nuestra existencia histórica, comprendemos algo importante en relación a nuestro Weltanschauung (cosmovisión). La Torá narra dos pactos entre D-s e Israel. El primer pacto ocurrió en Egipto: “Y te tomaré para mí como un pueblo, y seré para ti D-s” (Éxodo 6:7). El segundo pacto ocurrió en el Monte Sinai: “Y él (Moisés) tomó el libro del pacto…y dijo: “he aquí la sangre del pacto que el Eterno hizo contigo de acuerdo a todas estas palabras” (Éxodo 24:7-8). (El tercer pacto, en el libro de Deuteronomio 28:69, es idéntico tanto en contenido como en finalidad al pacto de Sinaí). ¿Cuál es la esencia estos dos pactos? Me parece que ya contestamos esta pregunta al principio de este ensayo. Así como el judaísmo distingue la fatalidad del destino al nivel de la persona individual, así también diferencia entre estos dos conceptos en la esfera de nuestra existencia nacional-histórica. El individuo está atado a su nación con lazos de fatalidad y cadenas de destino. De acuerdo con este postulado, se puede decir que el pacto de Egipto fue un pacto de fatalidad, mientras que el pacto de Sinaí fue un pacto de destino.
En resumen, hay dos pactos entre D-s y el pueblo judío: un pacto de fatalidad (el de Egipto) y un pacto de destino (el de Sinaí). Con este doble pacto, Rab Soloveitchik abre la puerta para introducir dos formas de relación entre los judíos: la nación como un todo, sin importar el nivel de observancia religiosa de cada individuo ni sus preferencias con respecto a la Halajá, la Torá o las Mitzvot, y la comunidad de mandamientos, que se refiere específicamente a aquellos que respetan la Torá y las Mitzvot (los “ortodoxos”). De esta manera, el judío ortodoxo tiene la obligación de relacionarse con sus contrapartes seculares y viceversa: las diferencias ideológicas, prácticas y sentimentales no deben quebrar la unidad subyacente. Simultáneamente, tampoco debemos olvidar nuestras obligaciones y deberes específicos.
Empecemos con el pacto de fatalidad:
¿Qué es el pacto de fatalidad? La fatalidad significa en la vida de la nación, así como en la individual, una existencia de compulsión. Una fuerza extraña unifica a todos los individuos. El individuo es sujeto y subyugado contra su voluntad en la fatalidad/existencia nacional, y es imposible para él evadirla y ser absorbido en una realidad diferente. El ambiente expulsa al judío que escapa de la presencia de D-s, para que se despierte de su letargo, como el profeta Jonás, que despertó cuando la voz del capitán del barco lo impulsó a conocer su identidad personal nacional-religiosa.
El pacto de Egipto, de fatalidad, nos une a todos los judíos: estamos unidos por una fuerza externa. Cuando un judío quiere negar su identidad como tal, alguien o algo de afuera le va a marcar que él es “el judío”: es distinto porque no es como los otros. Uno podría estar tentado a pensar que este pacto de fatalidad es negativo: después de todo, significa uno no tiene libertad para hacer lo que quiere sino que tiene que ceñirse a la voluntad de agentes externos. En realidad, el pacto de fatalidad significa la conciencia de una unidad, de un porvenir compartido más allá de las diferencias específicas y las particularidades de cada uno. En términos positivos, significa que todos los judíos somos miembros de una nación porque tenemos una experiencia compartida (un pasado en común), lo que nos proyecta a futuro también en unidad. No importan las diferencias clasistas, políticas, religiosas, culturales, idiomáticas, filosóficas o ideológicas: somos miembros de un mismo colectivo: si nos persiguen, caemos o sobrevivimos todos juntos. Todos los judíos somos responsables unos de otros porque compartimos una conciencia: sentimos una empatía especial. Cuando escuchamos que un judío sufre en otra parte del mundo, nos solidarizamos con su sufrimiento: no importa que esté lejos, o que tenga una ideología distinta a nosotros, o que sea una persona a la que no conocemos. Escuchamos que un soldado israelí fue secuestrado y nos duele, nos movilizamos e intentamos salvarlo. Por eso, muchas plegarias de la Tefilá (rezo) se dicen en plural: el sufrimiento de mi hermano judío es mi sufrimiento, y mi sufrimiento es su sufrimiento. El camino del razonamiento de Rab Soloveitchik, entonces, es: tenemos una experiencia compartida, lo que nos lleva a sufrir en conjunto, lo que nos genera responsabilidades, que se traducen en obligaciones concretas, que a su vez generan una unidad a futuro.
Pasemos al pacto de destino:
¿Qué es el pacto de destino? En la vida del pueblo, así como en la del individuo, el destino significa una existencia que es elegida por voluntad propia y en donde se encuentra la realización plena de su existencia histórica. En vez de una existencia pasiva e inexorable, se manifiesta una existencia de destino como una experiencia activa, llena de sentido, movimiento, ascenso, aspiraciones y autorrealización.
El pacto de Sinaí, de destino, es uno que surge del libre albedrío: es el pacto que nos comanda cumplir la Torá y sus Mitzvot. Está en nosotros cumplir con el pacto o no. Podemos cumplir la Torá y embarcarnos en un camino de autodescubrimiento y desarrollo personal y nacional, siendo parte de la larga cadena del pueblo judío en su relación con D-s. Así, la vida tanto personal como nacional se transforma en una vida plena de sentido, con una dirección clara, a partir de la libre voluntad de quien acepta sobre sí el yugo del Cielo y el cumplimiento de la Torá y las Mitzvot. El pacto de destino es un camino difícil: se trata de intentar apegarse a D-s, imitando sus buenas cualidades y así, mediante la disciplina y el trabajo personal, trascender. Significa romper con lo natural, rebelarse con la existencia “tal cual es” y elevarse hacia una forma de existencia distinta y más sublime.
Es importante tener en cuenta que estos dos pactos están interrelacionados: somos judíos no solo por fe o prácticas judías sino también por compartir un pasado y un futuro en común. Como el pacto de Egipto (de fatalidad) antecede cronológicamente al pacto de Sinaí (de destino), el judío religioso tiene la obligación de preocuparse por sus compañeros seculares o no religiosos: el aislamiento no es un camino aceptable. Esto es una forma de decir que el camino jaredí de aislamiento y separación de la sociedad y de los judíos no religiosos está equivocado: hay que trabajar en conjunto para la creación de una sociedad en la cual la Torá sea patrimonio de todo el pueblo judío.
En otros textos, Rab Soloveitchik enfatiza que el pacto de fatalidad (que hasta ahora habíamos llamado “pacto de Egipto) en realidad es anterior: se remonta al tiempo de nuestros patriarcas, Abraham, Itzjak y Yaakov. Este pacto de los patriarcas, anterior a la entrega de la Torá, se refiere básicamente a una unidad basada en la empatía y una experiencia común, pero también en una actitud ética. La experiencia común judía es de donde se deriva la solidaridad nacional y la relación con la Tierra de Israel: es por eso que los sionistas seculares fueron la vanguardia que luchó por la creación del Estado de Israel.
Diálogo intercomunitario y entre denominaciones
En base a lo que hemos dicho de los dos pactos, supongo que podrán imaginarse la postura de Rab Soloveitchik con respecto a las relaciones entre judíos religiosos y seculares: hay que trabajar en conjunto, con respeto a las diferencias. Y es verdad, pero…
El judío que cree en Kneset Israel es el que vive dentro de Kneset Israel: está preparado para morir por él, siente su sufrimiento y se regocija en su alegría, lucha sus guerras, se entristece por sus derrotas y celebra sus victorias. El hombre que cree en Kneset Israel es el judío que se une como una parte indestructible del pueblo judío, no solo de su generación sino de todas las generaciones. ¿Cómo? A través de la Torá, que es y crea la continuidad de todas las generaciones de Israel por toda la eternidad.
El individuo es parte de su comunidad no solo por su sangre o su ciudadanía sino porque se apropia e internaliza los valores de la comunidad y los realiza en su vida cotidiana. En otras palabras, aquel judío que no cumple la Torá y las Mitzvot -y no me refiero solamente a una observancia mecánica sino a la internalización de los valores espirituales y morales inherentes al judaísmo- o que no se identifica con la totalidad del pueblo -que no sufre sus derrotas ni se enorgullece de sus triunfos- está fallando en su forma de vida. El individuo tiene dignidad y valor en sí mismo pero la comunidad está por encima del yo: solamente en comunidad podemos crecer y desarrollar nuestro carácter de manera completa.
Rab Soloveitchik era muy crítico de la cultura secular judía, a la que consideraba vacía y carente de energía interna. En esta misma línea, también se oponía a lo que podríamos definir, a falta de otra expresión mejor, «religión civil»: la idea de que alcanza con ser buenos ciudadanos, respetuosos de los derechos propios y ajenos, para cumplir con nuestras obligaciones como judíos y seres humanos. Por el contrario, el desafío es superar estas ideas: tenemos que ser buenos ciudadanos, pero no alcanza con eso. También tenemos que trabajar en pos del mejoramiento de nuestras cualidades, conectarnos con D-s y elevarnos espiritualmente. La politica es parte de la vida, pero el ser humano abarca otras facetas igual o más importantes .
Recordemos nuevamente el concepto de confrontación: somos únicos y especiales en nuestra individualidad y nos enfrentamos con Otros (personas, el mundo, D-s). Cada uno de estos enfrentamientos es un encuentro entre dos entes distintos. El desafío es mantener el encuentro como un enfrentamiento (es decir, cargado de tensión por las diferencias que hacen único a cada uno de los lados). El otro camino sería disolver las diferencias y así romper con lo que tiene de único y especial cada uno.
En base a estas ideas, podemos entender el argumento que utiliza Rab Soloveitchik en relación al diálogo con la heterodoxia (argumento, dicho sea de paso, no muy distinto del que utiliza a la hora de hablar del diálogo interreligioso): hay que mantener lo especifico de cada grupo. Por eso, tenemos que realizar con individuos y grupos heterodoxos, pero sólo en la medida en que no destrocemos la especificidad de cada grupo. Tenemos que trabajar en conjunto con todos los judíos del mundo, de todas las denominaciones, para mejorar nuestra situación material y espiritual y apoyar causas comunes (como el Estado de Israel), pero de ninguna manera debemos debatir cuestiones de teología judía. El otro argumento para poner un límite al diálogo interdenominaciones es bastante más convencional: dialogar con los movimientos heterodoxos sería darles una legitimidad que no merecen.
En pocas palabras, tiene que haber diálogo pero éste debe tener límites. En términos más sofisticados, abstractos y universales:
El judaísmo rechaza las dos alternativas: ninguna teoría es verdadera de por sí. Tanto la soledad como el estar unidos son experiencias fundamentales: las dos son elementos básicos e inseparables de la conciencia-de-Yo.
Judíos seculares y judíos religiosos
Si retomamos las ideas de «existencia de destino» y «existencia de fatalidad», junto a los dos pactos correspondientes, podemos hablar de dos tipos de judíos: el «judío de destino» y el «judío de fatalidad». El primero es activo y se hace cargo de sus responsabilidades como miembro de una comunidad de mandamientos, eligiendo a cada momento seguir un camino de Torá y Mitzvot; el segundo es pasivo, es judío por un mero accidente biológico («nací judío», «soy judío porque mi mamá es judía») pero no asume los compromisos ni las obligaciones derivados de su identidad. El símbolo del judío de la fatalidad es el pacto de Egipto y la opresión de la esclavitud de quien no puede ser quien debería ser; el del judío de destino, el pacto de Sinaí y la recepción de la Torá como signo de su compromiso con los mandamientos Divinos. La salida de Egipto es el nexo entre estos dos mundos: de la opresión a la liberación por intermedio de la Mano de D-s.
Por supuesto, esto se expresa en la práctica: el pueblo judío está unido como un todo por la mera fatalidad -por el mero hecho de que cada uno de sus miembros nació judío- y comparte experiencias y, por lo tanto, una responsabilidad mutua. Sin embargo, hay un nivel más alto que todavía no hemos alcanzado como pueblo: la existencia de destino. Es decir, un pueblo estructurado bajo una forma de vida con propósito y sentido: esta visión en común (que se proyecta hacia el futuro, y no sólo hacia el pasado) es cumplir la voluntad de D-s y seguir sus mandamientos para así formar un pueblo santificado y sagrado. Así, la misión del judío religioso no es simplemente cumplir Shabat y comer Kosher sino también influenciar al pueblo en su totalidad para que se transforme en un ejemplo para las naciones del mundo.
De esta manera, el sionismo es el punto de encuentro entre los judíos de fatalidad y los judíos del destino: entre los que llegaron al sionismo como un remedio contra el antisemitismo y los que llegaron al sionismo como un camino de resurreccion y renacimiento del pueblo judío.
(El problema, como bien señala Shalom Rosemberg es la disolución del punto de encuentro: con la llegada del post-sionismo a la escena intelectual, muchos intelectuales judíos han roto con el sionismo y, por lo tanto, con el espacio en común que compartían religiosos y seculares).
Hasta acá llegamos hoy. En próximas entradas, más sobre Rab Soloveitchik y el sionismo.