Golda Meir (parte 1)

Hora de volver a escribir en el blog. Sí, pasó mucho tiempo, más de lo que me hubiera gustado, pero, para serles sincero, lo necesitaba: siento que ahora voy a poder escribir más relajado. Hace mucho que tenía ganas de escribir sobre el tema de esta nueva serie de artículos: vengo masticándolo hace bastante y espero traer una perspectiva nueva.

Quiero empezar con una aclaración: Golda Meir es una excusa. Podría haber sido Shulamit Aloni o Marcia Freedman (y quizás hubieran sido más adecuadas). Desde otra perspectiva, podría haber sido Nejama Leibowitz, Flora Sassoon o Regina Jonas. Incluso Rachel Adler, Blu Greenberg o Judith Plaskow. Si elegí a Golda Meir, fue por dos motivos: por su popularidad y porque nos va a permitir no sólo explicar al feminismo sino también ponerlo en juego. La idea de esta serie de artículos es explicar la vida de Golda Meir a partir del uso de conceptos feministas, poniendo así también en cuestión esos mismos conceptos. Usar el feminismo para entender a Golda, y a Golda para entender el feminismo. Quiero que quede claro que mi objetivo no es ni censurar ni condenar sino simplemente presentar una mirada distinta, acorde al tiempo en el que vivimos, que salga del “Golda, qué ídola” o “Golda, qué mala”. Una última aclaración: estoy convencido de que el feminismo es una herramienta que puede (y debe) llevar a la crítica y el replanteo de parte de la tradición judía. Sin embargo, creo que el desarrollo de ese punto nos desviaría demasiado del eje central.

Ahora sí, empecemos…

Rebelde con causa

Golda Meir nació en Kiev en 1898 y falleció en 1978. Su familia emigró a Milwakee, Estados Unidos, cuando tenía ocho años y ahí hizo contacto con la realidad americana, tan distinta de los pogroms, el hambre y la judeofobia imperantes en el Imperio Ruso. De adolescente, se peleó con su madre porque se negó a dejar la escuela y casarse: se escapó de la casa y fue a vivir con su hermana en Denver. Fue maestra y militante de Poalei Tzion. En 1921, emigró a Israel (en ese momento, colonia británica), se unió a un kibutz y empezó a trabajar con la Histadrut (el órgano que nuclea a los sindicatos en Israel, y que en la época pre-estatal era una de las principales instituciones judías en la Tierra de Israel; de allí salieron casi todos los líderes políticos de los primeros años del Estado de Israel). Cuando fue el famoso Shabat negro (una operación de las autoridades británicas, que secuestraron a unas 2700 personas, entre ellas a casi todos los líderes del yishuv), Golda Meir quedó a cargo de la Agencia Judía, la principal judía institución pre-estatal. Golda fue una de las firmantes de la declaración de independencia israelí y viajó a distintos países como diplomática y propagandista: su misión más famosa fue a Estados Unidos, en donde utilizó sus conocimientos de inglés y la cultura estadounidense para recaudar fondos para Israel y ganar los corazones de los judíos en una época en la cual el sionismo no era mainstream todavía. Fue miembro de la kneset, ministra de trabajo y de relaciones exteriores hasta que, finalmente, entre 1969 y 1974, primer ministra. En su mandato ocurrió la infame Masacre de Munich. La Guerra de Yom Kipur minó su credibilidad política y terminó renunciando al cargo.

Hasta acá, los detalles biográficos que todos más o menos conocen. No dije ninguna novedad.

Pero ahora empieza lo interesante…

Olas de feminismo

Para poder entender al feminismo, hay que meterse una idea en la cabeza: todo movimiento es complejo. No existe “un feminismo”: existen varios tipos de feminismo, que pueden o no ser compatibles entre sí. Por supuesto, hay algo de fondo que une a todos los feminismos: el reconocimiento de que nuestra sociedad oprime (de una u otra manera) a las mujeres, y la búsqueda de una alternativa más justa e igualitaria. Caer en las acusaciones del tipo “feminazi” oscurece la complejidad del feminismo, reduciéndolo a sus variantes más extremas y radicales con el fin de acallar todo un espectro de voces.

En términos históricos, se pueden distinguir cuatro olas de feminismo: la primera ola (1900-1960) se enfocó en los derechos económicos y políticos (como el derecho al sufragio femenino, derechos de propiedad, divorcio y manutención); la segunda ola (1960-1990) fue mucho más amplia: junto con la revolución sexual, se expandieron los debates sobre sexualidad libre, violaciones dentro de la pareja, violencia doméstica y abuso, al tiempo que se ponía en discusión la asimetría legal entre hombres y mujeres y se buscaba que las mujeres tengan acceso a las mismas oportunidades que los hombres en términos de trabajo, política, etc; la tercera ola (1990-2008) se enfocó en la diferencia, destacando la feminidad, e introdujo la teoría queer, la interseccionalidad y la lucha por los derechos de los homosexuales, transexuales y otras minorías sexuales; la cuarta ola (2008-actualidad) se apoya muchísimo en el uso de redes sociales y es la responsable de que todos hoy estemos hablando de acoso sexual, ambientes seguros, brecha salarial, lenguaje inclusivo, #MeToo, #NiUnaMenos, y el feminismo del goce.

No hace falta ser un genio para darse cuenta que cada ola es una respuesta a las anteriores: integra y critica a lo que vino antes, y construye a partir de ahí. Y por supuesto, las olas se superponen: hoy todavía tenemos “feministas de la primera ola”, en el sentido que reivindican las conquistas de esa ola pero rechazan lo que vino después. Alguien puede defender fervientemente el derecho a voto de la mujer, el divorcio y la patria potestad compartida, pero criticar la idea de una “cultura de la violación”, el lesbianismo y la homosexualidad. Esta persona (dejemos de lado los prejuicios por un momento) está reivindicando ciertas conquistas feministas. A todo esto agreguemos que cada ola, a su vez, tiene una dinámica compleja, cambiante y paradójica: acá estoy resumiendo, pero es obvio que al interior de cada ola hay debates muy fuertes y polarizantes.

En definitiva, lo que quiero mostrar es una idea sencilla: el feminismo evoluciona con el tiempo, por lo que quedarnos con una foto estática sería perder buena parte de su riqueza.

El espacio público y la mujer: el voto femenino en Israel

En 1919, estalló una polémica pública en la Tierra de Israel: se acercaban las primeras elecciones de la comunidad organizada judía pre-estatal. Había que definir una pregunta que hoy es motivo de risa pero que en ese momento estaba en el ojo de la tormenta en muchos países europeos: ¿las mujeres pueden votar? Sí, ya sé lo que estás pensando: ¡obvio que pueden! Bueno, esa respuesta automática tenés que agradecérsela a la primera ola feminista: sin Elizabeth Cady Stanton o Emmeline Pankhurst, no estarías pensando de esa manera. Para la época, era una disputa abierta entre conservadores y progresistas: ¿las mujeres pueden votar o no? ¿Cuáles serían las consecuencias del sufragio femenino? El caso es interesante porque la disputa no se expresó necesariamente en términos de feminismo vs antifeminismo, aunque es claro que de fondo reverberan muchas de las mismas ideas que hoy se ponen en discusión a la hora de plantear el tema del feminismo.

El conflicto surgió al interior del yishuv, y, como en tantos otros casos, los bandos eran claros: el nuevo yishuv contra el viejo yishuv. Es decir, los judíos sionistas y modernistas (tanto seculares y religiosos) frente a los judíos más cerrados y “tradicionalistas”. Pero claro: hubo una vuelta de tuerca interesante. Rab Kook -el gran líder del mundo dati leumi y, en ese momento, Rabino jefe de Jerusalén- se opuso terminantemente al voto femenino. Supongo que no hace falta aclarar que recibió duras críticas de los seculares. Lo que resulta más sorprendente es que buena parte de los datim leumim (sionistas religiosos) también lo criticaron y rechazaron su decisión. Incluso los sefaradim tradicionales criticaron en duros términos sus argumentos. Así, Rab Kook quedó en la incómoda posición de estar defendiendo las posiciones más retrógradas del mundo jaredí, sin el apoyo del público que normalmente lo seguía. Rab Kook intentó buscar un compromiso: propuso crear una asamblea “general” (donde voten hombres y mujeres) y otra “religiosa” (donde voten solo hombres); también propuso que haya lugares específicos donde voten solo los jaredim hombres y que su voto valga doble (uno por el hombre y otro por su esposa).

Más allá de que (con toda justicia) la posición de Rab Kook nos resulte prehistórica y parezca la de un dinosaurio, es interesante entender sus argumentos: esto nos va a permitir apreciar la influencia de la primera ola feminista. Rab Kook argumenta que hay una conexión entre el derecho al sufragio femenino, el cambio de roles del hombre y la mujer en la Modernidad y la disolución de la familia tradicional: para él, el hombre dirige, domina y se encarga de la política y todo lo relacionado con la arena pública; la mujer se recluye en lo privado, en la intimidad de la casa. Rab Kook es estricto en su llamado a la separación de sexos y la clara distinción entre hombres y mujeres: cada uno tiene su lugar en el orden natural cósmico. Cualquier intento de alterar ese orden solo llevará al desastre y la anarquía. Para Rab Kook, el derecho al voto femenino no es más que una moda pasajera europea, que nada tiene que ver con la santidad que debe tener la vida nacional judía. Creo que estamos de acuerdo todos en un punto: la historia refuta los argumentos de Rab Kook. Nos suenan anacrónicos y ridículos.

En contraste, Rab Ben Tzion Meir Jai Uziel – en ese momento Rabino jefe de Tel Aviv y luego Rabino jefe sefaradí de Israel- apoyó decididamente el voto femenino (¿vieron que los sefaradim somos re-feministas?): en su responsa, es enfático. Rab Uziel pregunta retóricamente: ¿cómo puede ser que la mujer no vote a sus propios representantes? También refuta con maestría a los que citan sin contexto palabras de la Torá y la Guemará: si las mujeres no pueden votar porque “su pensamiento es débil” (palabras literales del Talmud), ¡entonces que todos los hombres con “pensamiento débil” tampoco voten! Noten que Rab Uziel está desencializando la frase: las mujeres no son por naturaleza de “pensamiento débil”. La generalización es tonta, porque choca con la misma realidad. Rab Uziel también pasa factura al argumento que dicta que las mujeres no tienen nada que hacer en el espacio público: si es así, arguye, entonces deberíamos prohibir a las mujeres salir a la calle o ir a comprar algo a un negocio. La idea misma es absurda. Finalmente, Rab Uziel va más allá: las mujeres también pueden ejercer cargos públicos. No hay peligro de falta de recato ni de faltar el respeto a la comunidad: el mismo hecho que los votantes elijan a una mujer demuestra que no les molesta que una mujer sea su dirigente. En definitiva, Rab Uziel demuestra tener una posición mucho más abierta, realista e inteligente. Y por supuesto, no hace falta aclarar que, en la práctica, ganó sin lugar a dudas esa voz: hoy en día, no hay ningún sector del pueblo judío que plantee que la mujer no deba votar.

Bien, al final voy a terminar publicando más de lo que pensaba hoy. La próxima retomamos a Golda Meir: vamos a preguntarnos cuál era el rol de la mujer en el kibutz y pondremos en cuestión la tan mentada igualdad entre hombres y mujeres en la utopía jalutziana.

Emmanuel Lévinas (parte 16)

Extranjeros

A pesar de mis objeciones a la lectura de Butler, creo que acierta en un punto: Lévinas no quiere un judaísmo complaciente. Quiere que te sientas incómodo, que te sacudas las modorra y que salgas del automatismo. En las propias palabras de Lévinas (bastante más poéticas que las mías):

Eco del decir permanente de la Biblia:  la condición – o la incondición- de extranjeros y de esclavos en el país de Egipto, acerca el hombre al prójimo. Los hombres se buscan en su incondición de extranjeros. Nadie está en su casa. El recuerdo de esta servidumbre reúne a la humanidad. La diferencia que se abre entre el yo y el sí  mismo, la no-coincidencia de lo idéntico, es una no-indiferencia fundamental con respecto a los hombres.

En el fondo, todos somos extranjeros: nadie está en su casa. Todos somos nómades en este mundo, porque estamos de paso. Hay una incomodidad y una incertidumbre fundamental, la no-coincidencia de lo idéntico: somos todos distintos, estamos separados, somos únicos. Somos extranjeros en este mundo: no somos parte de lo mismo. Y más: somos extranjeros de nosotros mismos.

Me explico mejor: el mundo no es perfecto. No está cerrado. Nosotros tampoco somos perfectos ni estamos cerrados. Podemos cambiar. Podemos ser mejores. Podemos ser distintos. ¡Y el motor de ese cambio es la incomodidad! Esa incomodidad se origina en que todos, en realidad, somos extranjeros: no pertenecemos absolutamente a un colectivo dado, o a la masa. Hay algo irreductible a este mundo en nosotros: siempre vamos a sentir que no terminamos de encajar del todo. Esa extranjería básica y radical es la condición humana misma.

En términos de la filosofía tradicional (y quiero que se entienda: no estoy diciendo que Lévinas lo plantee en estos términos ni que sea exactamente lo mismo), podemos pensarlo como la lucha entre el alma y el cuerpo, o entre nuestra parte Divina y nuestra parte animal: hay una parte nuestra (el alma, lo Divino) que no es de este mundo. Y eso nos incomoda, y, por supuesto, nos hace buscar la trascendencia.

En lo más recóndito del ser humano, hay alienación con respecto al mundo y con respecto al otro. Indudablemente, acá hay una respuesta de Lévinas al concepto de “errancia” de Heidegger. ¿Qué decía Heidegger? La “errancia” es el hombre que va errando, de aquí para allá, sin ningún arraigo a algo fijo: siempre buscando, bajo el dominio de los entes, sin un sustento sólido. La errancia es un error, una de las formas de existencia inauténtica. Muchos críticos ven en esto un claro trasfondo judeófobo: el “judío errante” como una forma de vida inauténtica, y el alemán arraigado al “espacio vital” y la “madre patria” como forma de vida auténtica. Lévinas contesta: no, estimado Heidegger, usted está equivocado. ¡Todos somos errantes, todos somos extranjeros! No es una forma de vida inauténtica: es la misma condición humana. Todos estamos exiliados. Todos estamos “afuera” del mundo, “afuera” de nosotros mismos.

El ejemplo que pone Heidegger es el de los judíos esclavizados en Egipto, pero hay uno más concreto y potente: el mismo Moshé (Moisés). Nacido judío, pero criado como egipcio, exiliado de su propio pueblo, busca su identidad: se puede argumentar que el hecho mismo de haber sido un Otro para el pueblo judío, el hecho de haber estado afuera, es lo que le permitió liberar a su pueblo, sacarlo hacia afuera de los límites de Egipto y llevarlo más allá. El sentimiento mismo de extrañeza y de extranjería, de alienación y separación es lo que posibilita la conexión con el Otro, no la dilución de las diferencias.

Violencia y Estado

Ya hablamos de la transición de la ética a la política y de la relación con el Otro al Estado. No quiero repetirme. Sin embargo, quiero agregar una nueva pregunta: ¿cuándo se justifica la violencia? Dijimos que la ética debe ser la condición fundamental para hacer justicia. Un Estado basado en la mera política está destinado al fracaso moral.

Hegel decía que la relación amo-esclavo es la que mueve a la historia. Voy a simplificar porque no quiero irme por las ramas: según Hegel, el ser humano es único porque es consciente de su propia existencia. Ahora bien, el ser humano quiere que el otro reconozca su propia existencia: yo quiero que vos reconozcas que soy un ser consciente y autónomo…y vos querés que yo reconozca que vos sos un ser consciente y autónomo. Se entabla una lucha entre vos y yo. Uno triunfa: es el amo; el otro es subyugado: es el esclavo. Ahora uno domina y el otro es dominado. Al amo se le reconoce su autonomía y autoconciencia; el esclavo pasa a ser un animal o una cosa a manos del amo, porque no es autónomo. Pero hay un problema: en un momento , el amo se da cuenta que depende del esclavo. Sin esclavo, el amo no puede sobrevivir: necesita del esclavo para que trabaje para él. El esclavo puede darse cuenta que es indispensable para el amo, y dejar de ser esclavo. Un día, puede rebelarse. Y por lo tanto, el amo también es esclavo del esclavo: dependen mutuamente. El Estado no es más que una extensión de esta dialéctica entre amo y esclavo: una institución de amos y esclavos a gran escala, que se va refinando con el paso del tiempo. En otras palabras, Hegel nos quiere mostrar que la violencia es inherente al Estado: es una relación asimétrica por definición, de amos y esclavos, interrelacionados entre sí.

Contra esta concepción, Lévinas se rebela terminantemente: el Estado no debería estar basado en la relación amo-esclavo. Esa violencia inherente a la relación amo-esclavo es la que nos lleva directo a Auschwitz o el Gulag. Es verdad, reconoce Lévinas, que la relación básica es asimétrica, pero no es una relación entre amo y esclavo sino una relación ética entre Yo y el Otro. La asimetría en Lévinas se invierte: el Otro me domina a mí, porque soy responsable por el Otro. Me debo al Otro. Soy para el Otro.

Y a partir de esta idea, podemos deducir cuándo se justifica la violencia: solamente cuando se trata de defender al Otro. La violencia se justifica cuando defiendo al Otro de la violencia de un tercero.

Fíjense: la violencia ya no está en la matriz básica del Estado (piensen en Max Weber y su definición del Estado como “monopolio de la fuerza legítima”). No, la violencia no es parte inherente del Estado. Es despreciable. Pero a veces es necesaria: cuando – y solo cuando- debo defender al Otro de un tercero.

El judaísmo según Lévinas

Lévinas da una definición de judaísmo que creo que resulta muy ilustrativa:

La palabra «judaísmo» incluye, en nuestra época, conceptos muy diversos. Designa, antes que nada, una religión: sistema de creencias, de ritos y de prescripciones morales fundadas en la Biblia, en el Talmud y en la literatura rabínica -a menudo combinadas con la mística o la teosofía de la cábala-. Las formas principales de esta religión no han variado demasiado en dos mil años y evidencian un espíritu plenamente consciente de sí, reflejado en una literatura religiosa y moral, pero susceptible de otras prolongaciones. Judaísmo significa, así, una cultura: resultado o fundamento de la religión, pero poseedora de un dinamismo propio. A lo largo del mundo -y en el mismo Estado de Israel- hay judíos que se proclaman sin fe ni prácticas religiosos. Para millones de judíos, asimilados a la civilización ambiente que los rodea, el judaísmo no puede siquiera llamarse cultura: es una sensibilidad difusa hecha de algunas ideas y recuerdos, de costumbres y de emociones, de solidaridad con los judíos perseguidos por ser judíos.

Lévinas presenta tres significados de la palabra “judaísmo”: en primer lugar, una religión; luego, una cultura; finalmente, una sensibilidad difusa.

El judaísmo como religión vendría a ser el judaísmo normativo: la forma de vida regida por la Torá y las Mitzvot. Personalmente, yo discutiría el uso de la palabra “religión”: no creo que sea exacta, por motivos que ya dejé en claro muchas veces en este blog. Sin embargo, el punto de Lévinas se mantiene en pie, más allá de la discusión semántica.

El judaísmo como cultura vendría a ser el judaísmo laico: todas aquellas manifestaciones del judaísmo que no están ancladas necesariamente en las Mitzvot. Digamos, el judío que escucha música israelí y/o se reúne en con la familia y come Matzá en Pesaj. Es un derivado del judaísmo normativo, porque continúa ciertas tradiciones, costumbres, ideas o sentimientos, pero no se siente atado necesariamente a lo que dicen la Torá, el Talmud o el Shuljan Aruj. Éste es el judaísmo de la amplia mayoría de los judíos en la actualidad: un judaísmo cultural, mucho más libre, hecho “a la carta”, que el normativo.

Finalmente, el judaísmo como sensibilidad difusa: nostalgia por un pasado perdido, por el shtetl o el knis de la infancia, una simple solidaridad con los judíos oprimidos o perseguidos. En este nivel, el judaísmo se diluye y pierde su consistencia: es mero sentimiento, sin actos concretos. Este es el judaísmo del asimilado, pero que todavía mantiene una mínima conexión con su judaísmo. Quisiera agregar que creo que este tipo de judaísmo cada vez se ve menos: para la generación de Lévinas, muchos judíos asimilados seguían manteniendo un cierto sentimiento de solidaridad con los judíos del mundo, porque habían vivido la Shoá, el establecimiento del Estado de Israel y/o las persecuciones soviéticas. Sin embargo, hoy en día este sentimiento es mucho más difuso: el judío asimilado de 20, 30 o 40 años normalmente ya no siente ninguna solidaridad especial con los judíos del mundo y simplemente es indiferente al judaísmo en cualquiera de sus variantes.

Si bien tengo algunas dudas con respecto al enfoque de Lévinas (lo que él llama “religión”, yo lo llamaría “judaísmo normativo”; el judaísmo como sensibilidad difusa es cada vez menos común; creo que confluye el judaísmo cultural de la Diáspora con el de Israel, dejando de lado la definición nacional), creo que es una definición correcta en lo esencial.

Lo santo y lo sagrado

El judaísmo puede definirse como una lucha constante contra la idolatría: la diferencia entre monoteísmo y politeísmo no es meramente numérica o cuantitativa sino fundamental. Veamos:

Para el judaísmo, el objetivo de la educación consiste en instituir una relación entre el hombre y la santidad de D-s y mantener al hombre en esa relación. Pero todo su esfuerzo -desde la Biblia hasta el cierre del Talmud en el siglo VI, y a través de la mayor parte de sus comentadores en la gran época de la ciencia rabínica-, consiste en comprender esta santidad de D-s en un sentido que contrasta agudamente con la significación del término numínico, tal como ésta aparece en las religiones primitivas donde las modernas a menudo quisieron ver la fuente de toda religión. Para esos pensadores, la posesión del hombre por D-s, el entusiasmo, sería la consecuencia de la santidad o el carácter sagrado de D-s, el alfa y el omega de la vida espiritual. El judaísmo embrujó al mundo, elucidó esta supuesta evolución a partir del entusiasmo y de lo sagrado. El judaísmo sigue siendo ajeno a todo retorno ofensivo de esas formas de elevación humana. Las denuncia como la esencia de la idolatría.

El judaísmo es un quiebre radical con la concepción religiosa politeísta: no se trata simplemente de reemplazar muchos dioses por uno solo. La idolatría, según Lévinas, consiste en una relación de entusiasmo extático con lo Divino: una unión mística, en la cual la persona se deja llevar y se diluye en la Divinidad. El hombre desaparece bajo el poder gigantesco del dios, que lo rapta y destruye dentro de su totalidad: este tipo de relación es una forma de violencia, que niega la alteridad del Otro. Cuando la persona se diluye dentro de la divinidad, pierde su identidad. Recuerden el fundamento de la relación ética: yo y el Otro, en una relación irreductible de uno al otro. La idolatría, al reducir al yo al Otro, transforma la relación religiosa en una Totalidad, falsificando la base misma de la relación religiosa. Piensen en los ritos dionisíacos, con vino por doquier, orgías y descontrol: a este tipo de manifestación religiosa se enfrenta Lévinas. Así, lo sagrado sería esta relación con lo Divino que destruye al yo y lo diluye en la Totalidad Divina: es una relación de apariencias y mentiras, pura magia o hechicería:

Lo numínico o lo sagrado envuelve y transporta al hombre más allá de sus poderes y sus voluntades. Pero esos excesos incontrolables resultan ofensivos para una verdadera libertad. Lo numínico anula las relaciones entre las personas haciendo participar a los seres, así sea en el éxtasis, en un drama que esos seres no quisieron, en un orden donde se abisman. Esta potencia, en cierta forma, sacramental de lo divino, se presenta al judaísmo como hiriendo la libertad humana y como contraria a la educación del hombre, que sigue siendo acción sobre un ser libre. No porque la libertad sea una finalidad en sí misma, sino porque siendo la condición de todo valor que el hombre puede alcanzar. Lo sagrado que me envuelve y me transporta es violencia.

Resulta claro que Emmanuel Lévinas no vería con buenos ojos la proliferación de las ideas de Rabi Najman de Breslov y, probablemente, las consideraría una regresión a la idolatría.

El contraste entre judaísmo e idolatría es terminante:

El monoteísmo judío no exalta una potencia sagrada, un numen que haya vencido otras potencias divinas, aun cuando participe todavía de su vida clandestina y misteriosa. El D-s de los judíos no es el sobreviviente de los dioses míticos.

En resumen, el judaísmo, a diferencia de la idolatría, no exalta la unión mística sino la relación ética.

El “pueblo elegido”

Uno de los conceptos más problemáticos del judaísmo tradicional para el pensador judío moderno es el de “pueblo elegido”. Los críticos asumen que es una especie de supremacismo étnico o religioso.

En realidad, nos dice Lévinas, la idea de “pueblo elegido” no implica nada de supremacismo étnico ni religioso. Antes de avanzar, una aclaración: lo que viene a continuación creo que es la concepción tradicional, más allá de estar expresada en el lenguaje filosófico particular de Lévinas. Acá no hay innovación de su parte. Diría que todas las polémicas en torno a la idea de “pueblo elegido” surgen de un malentendido, de una cuestión semántica, antes que de una divergencia real. Bueno, volvamos…

Lévinas dice que el pueblo judío debe ser la conciencia moral del mundo. La idea de “pueblo elegido” no implica derechos excepcionales sino todo lo contrario: deberes excepcionales. No se trata de ser “mejores” sino de tener mayores exigencias: tenemos que actuar con moralidad y justicia. La elección no es política sino ética (recuerden lo que hablamos de la diferencia entre Butler y Lévinas): es el deber infinito del pueblo judío con el resto de la humanidad. La elección no está hecha de privilegios, sino de responsabilidades. Cuando D-s elige al pueblo judío, no le dice “ahora van a ser mejores que el resto” sino “ahora tienen que cumplir 613 preceptos, mientras que el resto de la humanidad solo tiene que cumplir 7 preceptos”. De hecho, la elección del pueblo judío es totalmente gratuita: el pueblo judío no es mejor al resto, ni más justo, ni más honesto, ni más inteligente, ni más religioso. La elección no significa que somos mejores sino que tenemos que ser mejores. Es una obligación y una exigencia: está en modo imperativo. ¡Debés ser moral, justo y honesto!

Ética y mesianismo

Yeshayahu Leibowitz solía decir que el Mashiaj va a venir y que, por lo tanto, todo Mashiaj que viene es un falso Mashiaj. Emmanuel Lévinas decía algo similar: lo esencial del Mashiaj no es que venga, sino que no venga. ¿Cuál sería la lógica detrás de estas frases? El Mashiaj es un ideal a futuro, que nunca se termina de concretar: eso los que nos permite tomar distancia de nuestro presente y juzgarlo. Nos abre la posibilidad de relativizar nuestro presente frente al absoluto del Mashiaj: a partir de un ideal impoluto (el Mashiaj), podemos observar todas las imperfecciones de nuestra realidad actual, juzgarlas y trabajar para cambiarlas. El sentimiento Mesiánico, entonces, no es una mera esperanza: es una forma de cambiar nuestra mirada sobre el presente.

¿Qué es el Mashiaj? La irrupción de un orden radicalmente distinto, de un Otro absoluto, dentro del orden presente de las cosas. La escatología mesiánica es la ruptura de la Totalidad, con su apariencia de perfección, lógica, autosuficiencia y cordura. La esperanza mesiánica es una señal puesta en lo alto que nos recuerda: hay algo más, siempre hay algo más.

Ninguno de nosotros es el Mashiaj, pero todos nosotros podemos serlo cuando actuamos para el Otro de manera desinteresada (o sea, cuando entramos en la relación ética). Cuando el Otro rompe con la Totalidad, cuando el rostro del Otro se me presenta como Revelación, hay allí un momento mesiánico: de repente, puedo juzgar a la historia, con todas sus tragedias, humillaciones y guerras. Se abre un espacio de trascendencia, un más allá dentro del más acá de este mundo.

El sionismo de Lévinas

Adelantemos una obviedad: la lectura antisionista de Judith Butler no coincide con las propias ideas de Emmanuel Lévinas. El sionismo de Lévinas es claro: lo dice explícitamente varias veces. Pero tampoco es un sionismo colonialista, imperialista ni racista, ni considera a los palestinos como “faceless”. Eso es una verdadera distorsión del pensamiento de Lévinas y, francamente, pienso que Butler se dejó llevar por el ansia de polemizar.

El sionismo de Lévinas tiene un doble sentido.

Veamos sus propias palabras:

El sionismo y la creación del Estado de Israel significan para el pensamiento judío un retorno a sí en todos los sentidos de término y el fin de una milenaria alienación.

O sea, el sionismo es la normalización de la situación del pueblo judío, mediante la corrección de su existencia diásporica. Esto tiene implicancias no solo a nivel político sino a nivel cultural, religioso e ideológico. Hasta acá, la típica idea del sionismo político clásico.

Pero hay algo más fundamental:

La expresión “política monoteísta”, ¿entraña acaso una contradicción en los términos? ¿O remite más bien a la finalidad última del sionismo? Más allá de garantizar un refugio para los perseguidos, ¿no es esa una gran tarea? ¿No queda acaso ninguna alternativa entre, por un lado, el recurso a las metodologías de los Césares, entre la idolatría inescrupulosa, cuyo modelo sería el de la “opresión de los imperios”, el jibud, y, por el otro, la fácil elocuencia de un moralismo imprudente, cegado por sus sueños y sus palabras, que condena a una pronta destrucción y a nueva diáspora a la reunión de los dispersos? Desde hace dos mil años que Israel no se compromete con la Historia. Inocente de todo crimen político, puro como toda víctima, de una pureza cuya larga paciencia haya sido quizás el único mérito, Israel se había vuelto incapaz de pensar una política que complementaría su mensaje monoteísta. El compromiso ha sido finalmente asumido desde 1948. Pero esto recién comienza. A la hora de completar su tarea inaudita, Israel está tan aislada como lo estaba Abraham hace cuatro mil años, cuando encaraba por vez primera esta misión. Pero desde esta perspectiva, este retorno a la tierra de lo ancestros marcaría, más allá de la solución de un problema particular, nacional o familiar, uno de los acontecimientos más grandes de la historia interior y de la Historia a secas.

Acá, más allá de las advertencias sobre los peligros del mesianismo, Emmanuel Lévinas se acerca a Rab Kook en su evaluación del sionismo como un movimiento potencialmente mesiánico y redentor.

Entonces, ¿”normalización” o “política monoteísta”? ¿”Realismo” o “mesianismo”? ¿”Historia” o “escatología”? La respuesta creo que ya la encontramos antes cuando hablamos del “Pueblo elegido”: ni el pueblo de Israel ni el Estado de Israel son un fin en sí mismos, sino que son medios para construir un mundo ético, de justicia y rectitud. El sionismo carga una promesa infinita: ¿estaremos a la altura del desafío?

Emmanuel Lévinas (parte 15)

El antisionismo de Judith Butler

Judith Butler es una de las autoras feministas más importantes en la filosofía contemporánea: sus estudios de género y su desarrollo de la teoría queer son fundamentales y uno de los principales aportes al campo del pensamiento feminista. No voy a explicar su filosofía de manera extensa. Lo que me interesa es otra cosa: Butler escribió un libro que se llama Parting ways: Jewishness and the Critique of Zionism. En este libro, Butler presenta una postura antisionista, basada en distintos pensadores judíos del siglo XX, entre ellos Emmanuel Lévinas. Esta perspectiva nos va a servir como llave de acceso a cierta lectura e interpretación de Lévinas y creo que es un buen trampolín para discutir qué es lo que plantea el propio Lévinas con respecto al sionismo y al Estado de Israel.

Empecemos con un resumen de la tesis más importante de Butler: el género es una construcción social, que no está determinado por la biología. En otras palabras, el sexo biológico no es lo mismo que el género social. Más fácil: no hay solo dos géneros (hombre y mujer) sino una infinidad de géneros, en un espectro enorme de roles que uno puede adoptar de acuerdo al contexto y las circunstancias. En términos más generales, para Butler la identidad no es algo fijo ni viene dada: se va construyendo. En un contexto puedo adoptar una identidad, pero en otro contexto adoptar otra. Lo que busca mostrar Butler es que la identidad no es estática: su objetivo es “desarmar” los conceptos que tenemos de la identidad, demostrando que no son naturales sino construcciones culturales que podrían ser distintas a lo que son.

Hasta acá, bien, ¿no?

Butler plantea que el sionismo se presenta como la identidad judía y lo discute: según ella, hay modos alternativos de identidad judía opacados por el sionismo. Apoyada en distintos pensadores judíos, plantea que es posible defender una identidad judía diaspórica, no nacional y no esencialista, en contraposición al sionismo, al que considera colonialista, imperialista y racista. En términos políticos, Butler se declara a favor del BDS (la campaña de boicot y desinversión como forma de protesta frente a la “ocupación” israelí) y la creación de un Estado binacional (en contraposición a una solución de dos Estados). En su momento, Butler desató polémicas al declarar que Hamas y Hezbollah eran parte de la izquierda global porque eran movimientos anti-imperialistas, a pesar de cuidarse de señalar que ella no apoyaba a ninguno de esos grupos porque estaba en contra del uso de la violencia como forma de hacer política.

Ahora bien, uno podría criticar la caracterización del sionismo que hace Butler: su presentación del sionismo es una burda caricatura. Butler podría haberse opuesto a ciertas políticas del gobierno israelí (la “ocupación”, el uso de la violencia, la opresión a los palestinos) desde adentro del sionismo. Tenía herramientas a mano: de hecho, podría haber utilizado a varios de los mismos pensadores que usa para defender su caso de una identidad judía antisionista para armar un caso a favor de un sionismo de izquierda. Sin embargo, decidió defender una identidad judía antisionista, denacionalizada, y diaspórica. Al posicionarse como una identidad más allá de la identidad, como una ruptura en la identidad, Butler se presenta como una alternativa progresista, deconstructiva y abierta a las formas institucionales de judaísmo. El problema de su enfoque (más allá de lo discutible de ciertas interpretaciones que hace de Lévinas o Rosenzweig) es que es una identidad judía sin futuro: no tiene un contenido específicamente judío. Si bien puede satisfacerla a ella, no hay un intento de generar una identidad judía sostenible en el tiempo: ¿qué tipo de solidaridad intrajudía existiría bajo el marco de una organización fundada bajo los principios de Butler? ¿Qué acciones judías llevaría a cabo esa organización? La respuesta es: ninguna. Butler defiende una identidad judía que va más allá del judaísmo. En otras palabras, una identidad judía que no está limitada al judaísmo y – más preocupante todavía- una identidad judía que no se preocupa por el judaísmo en sí sino por la forma en la que el judaísmo puede ser usado para justificar otras ideas. Quiero explicarme mejor: Judith Butler es una gran pensadora, pero en sus reflexiones sobre el judaísmo cae en la tentación de crear una identidad judía que se despoja de todo lo judío. ¿No sería más honesto decir simplemente que el judaísmo y lo judío no importan demasiado en vez de escribir un libro justificando una “identidad judía” que de judía solo tiene el nombre?

Puedo entender que Butler no sienta una solidaridad especial con otros judíos. Lo que me cuesta entender es la necesidad de justificar esa actitud apelando a pensadores judíos modernos e intentar demostrar que, después de todo, esa actitud es muy judía. No lo es. El límite que cruza Butler no es solidarizarse con los palestinos ni apoyar al BDS (cuestiones que no comparto pero que encuentro aceptables dentro del marco de una identidad judía viable) sino negar el derecho de autodeterminación de los judíos a un Estado propio. No pienso que Butler sea antisemita ni nada por el estilo: simplemente, me cuesta enmarcar su pensamiento bajo el judaísmo. Por supuesto, Butler contestaría que a ella no le importa: ella justamente quiere romper los límites estrechos del judaísmo.

Butler lee a Lévinas

Dije antes que Judith Butler se apoya en algunos conceptos de Lévinas para desarrollar su propia teoría sobre la identidad judía. En el camino, critica a Lévinas por la inconsistencia entre su teoría ética y su visión del Estado de Israel y los palestinos.

Butler toma el concepto de “Rostro” de Lévinas y lo aplica a situaciones concretas: cuando los medios de comunicación nos cuentan una noticia, narran una historia a través de palabras e imágenes. Supongo que no hace falta que les aclare que una misma historia puede ser contada de maneras muy distintas, dependiendo de la manera en que se narre. En este sentido, los medios de comunicación siempre hacen un recorte de la realidad y se enfocan en lo que quieren transmitir a sus consumidores. Sin embargo, Butler agrega algo más: la imagen también es un poderoso transmisor de contenidos. Y entre las imágenes, hay una que sobresale: los rostros. Los medios de comunicación muestran rostros: caras de personas. Esas caras dejan traslucir emociones: expresan algo. No son neutrales. Y el recorte que hacen los medios de comunicación de los rostros no es para casual: nos construye un concepto sobre el Otro y, así, una cierta ética. Nos machacan con caras de musulmanes brutos, mostrando sus dientes con furia, cuchillo en mano y nosotros incorporamos que eso es un musulmán. Nos muestran al soldado norteamericano saludando a la cámara, con una sonrisa gigante en la cara, mostrando sus dientes blancos y brillantes, e incorporamos que eso es un soldado estadounidense. La violencia de los medios de comunicación es imponer (a través del poder de la imagen del rostro del Otro) una mirada y, por lo tanto, una ética.

También podemos relacionar las reflexiones de Lévinas sobre la indefensión y la apertura al Otro con el concepto de Butler de la precariedad. Butler explica cómo los medios de comunicación esconden los rostros sufridos, llenos de dolor y lágrimas, víctimas de la violencia: nos presentan un relato falsificado del mundo, deshumanizando el dolor y el sufrimiento. Butler, apoyada en Lévinas, apuesta por rescatar al sufrimiento: estar indefenso y expuesto frente al Otro es humano. El mundo puede ser peligroso: nuestro cuerpo está abierto al exterior porque está en contacto con el mundo. Hay porosidad entre el Yo y lo Otro: la violencia que me viene desde afuera entra en mí. El cuerpo, como artefacto que une al Yo con el mundo, está expuesto al peligro y a la violencia y, por ende, al dolor y al sufrimiento. Somos frágiles: la posibilidad de la muerte nos acecha. Es muy humano, demasiado humano, estar expuesto: no tapemos nuestros miedos. En este sentido, Butler llama a reformar a los medios de comunicación: debemos comunicar la violencia, no tapar el sufrimiento. Debemos bregar por un sistema político en el cual la violencia inherente a toda forma de poder esté expuesta, en vez de escondida bajo tierra.

Como se ve, Butler politiza a Lévinas: aplica las ideas de Lévinas a contextos políticos y extrae lecciones políticas. Yo podría criticarle a Butler que no entiende el fundamento último de las reflexiones de Lévinas: pienso que justamente lo que quiere  Lévinas es mostrarnos que hay más que política en este mundo. Lo que Lévinas aplica a la ética y la teología, Butler lleva para el lado de la política. En el fondo, la diferencia fundamental entre Lévinas y Butler es sencilla: Lévinas piensa que la relación con el Otro es an-árquica, anterior al origen y preontológica; Butler, que la relación con el Otro es política. Para Lévinas, el Otro se me aparece como una exterioridad absoluta y rompe con todos mis marcos conceptuales porque es una aparición trascendente y radical; para Butler, yo integro al Otro bajo un marco conceptual ya dado. Lévinas asume que la relación ética es directa; Butler, que está mediatizada por todo un aparato conceptual. En otras palabras, Butler entiende que la relación con el Otro – la ética- está determinada por la política, porque el Otro solo se me aparece como un Otro cuando tengo puestos los “anteojos” que me hacen verlo como un Otro: su trabajo consiste en problematizar esos “anteojos” y discutir cómo se forma esa relación con el Otro, qué es lo que está antes de la relación con el Otro. Para Lévinas, no hay  nada antes de la relación con el Otro. Para Butler, la categoría fundamental es la política; para Lévinas, la ética.

El “Otro palestino”

Judith Butler acusa a Lévinas de justificar las acciones del Estado de Israel contra los palestinos: para ella, Lévinas trata a los palestinos como si fueran “faceless” (“sin rostro”). En otras palabras: Butler dice que Lévinas no ve a los palestinos como a un Otro sino como a animales salvajes. Al justificar la violencia contra los palestinos, Lévinas estaría deshumanizándolos, traicionando así la propia base de la obra levisiana: la alteridad radical del Otro.

Uno podría pensar que Butler tiene razón. El argumento parece razonable. Sin embargo, el problema es doble: por un lado, uno puede discutir si el palestino es un Otro; por otro lado, uno puede discutir la propia base del argumento de Butler.

Empecemos por la fácil: ¿el palestino es un Otro? Se puede argumentar que sí: es un oprimido. Sufre. Es humillado. Pero también se puede decir que no: los palestinos han elegido sistemáticamente líderes que llaman a matar judíos y destruir al Estado de Israel. No son amistosos. Nos odian. Estamos en guerra. O sea, si alguien me está apuntando con un arma, la reacción correcta es defenderme, no dar la otra mejilla.

Sin embargo, hay algo mucho más profundo y más básico: según la propia filosofía de Lévinas, el palestino no puede ser un Otro. Decir “palestino” es conceptualizar y categorizar; pero la relación con el Otro es anterior a toda conceptualización o categorización. El Otro no puede ser el palestino, como no puede serlo el inglés, el chino, el gordo, el flaco, el homosexual o el fanático de la pesca. Recordemos lo que dijimos hace unos momentos cuando comparamos a Butler con Lévinas: la relación con el Otro, según Lévinas, no está mediatizada por nada porque antecede a todo. El Otro puede ser la persona que el soldado tiene enfrente y al que puede decidir matar o no, pero no porque el Otro sea palestino (o musulmán, o judío, o israelí) sino porque es Otro. La relación entre israelíes y palestinos es posterior a la ética: es una relación política. Y por lo tanto, según los propios términos de la filosofía de Lévinas, encuadrarla como una relación con el Otro es errado.

Fíjense que encontramos el mismo punto de disidencia que antes: para Butler, la política es anterior a la ética; para Lévinas, la ética es anterior a la política. Lévinas puede objetar la conducta del ejército israelí en sus distintas guerras, pero no porque el enemigo en el campo de batalla sea un Otro ficticio creado a través de mecanismos de deshumanización (en la medida en que lo etiqueto como “enemigo”, ya traspasé el terreno de la ética) sino porque es un Otro. Es decir, para objetar el asesinato, tengo que pararme en un nivel anterior al de categorías como “ejército”, “enemigo”, “guerra”, “Estado de Israel”, “palestinos”, “Palestina”, “judíos”, “musulmanes”, “israelíes” o “árabes: tengo que ir a la relación con el Otro en cuanto Otro, no en cuanto “palestino”, “árabe”, “musulmán” o “enemigo”.

Para más detalles sobre esta (mala) lectura de Butler, recomiendo muchísimo este paper de Oona Eisenstadt y Claire Katz.

Hasta acá por hoy.

La próxima, más sobre Lévinas: nos faltan uno o dos artículos más y terminamos con nuestro compañero Emmanuel.

Nos vemos cuando nos veamos.

Emmanuel Lévinas (parte 14)

Ética y política

Una de las definiciones clásicas de la filosofía occidental sobre el ser humano nos la da Aristotéles: el hombre es un zoon politikón (“animal polìtico”). En otras palabras, lo que diferencia al ser humano de los otros animales es su capacidad de organizarse políticamente: el hombre, por naturaleza, vive en sociedad y su característica distintiva es la política. En el contexto de la antigua Atenas, esto se expresaba en la polis (ciudad-Estado): la educación de los ciudadanos estaba fuertemente centrada en aprender el arte de la retórica, las leyes y, en general, las habilidades políticas. En el transcurso de la tradición filosófica occidental, la idea del ser humano como un ser fundamentalmente político caló hondo y, hasta el día de hoy, sigue siendo una de las influencias más perdurables de Aristotéles y la civilización griega.

Sin embargo, como ya repetimos hasta el cansancio, Lévinas da otra definición del ser humano: para él, lo fundamental no es la política sino la ética. El ser humano se define por la relación ética con el Otro.

Si bien podemos decir que tanto Aristotéles como Lévinas reconocen la necesidad de vivir con el Otro, el fundamento de sus respectivas posiciones es absolutamente distinto: para Aristóteles, vivir con el Otro significa vivir en una sociedad organizada políticamente, con instituciones ordenadas, que regulen la vida social; para Lévinas, vivir con el Otro significa abrirse al Otro, estar y ser con el Otro, estar dispuesto a entregarse y ser rehén del Otro. A riesgo de simplificar, podemos pensar a Aristóteles como a un pragmático y a Lévinas como a un idealista. En términos muy sencillos, Aristóteles subordina la ética a la polìtica, mientras que Lévinas subordina la política a la ética. Si lo pensamos de manera temporal, Aristóteles diría: primero está la política, luego el individuo; mientras que Lévinas diría: primero está el individuo, y luego la política. Para Aristóteles, la organización política de una sociedad determina el carácter de sus miembros (y, por lo tanto, es imperativo encontrar e implementar el mejor sistema político posible); para Lévinas, la organización política es un derivado de la relación ética (o la falta de esta). Imaginemos una estructura: el edificio de Aristóteles tiene como primer piso el Estado (más específicamente, la polis) y sus instituciones, como segundo piso a la familia y como tercer piso al individuo (en otras palabras, lo social determina lo individual); el edificio de Lévinas tiene como primer piso al Otro, como segundo piso al Yo y luego, como agregado, como terraza digamos, al Estado. De nuevo: a diferencia de Aristóteles, para Lévinas, la política no es lo más importante (lo cual no implica, por supuesto, que no tenga ninguna importancia).

¿Por qué Lévinas subordina la política a la ética? La respuesta supongo que no les sorprenderá: ¡porque conoce los peligros de una política desenfrenada, sin ataduras éticas! Vivió el siglo XX: la primera y la segunda guerras mundiales, el genocidio armenio, la Shoá, la guerra de Vietnam, la guerra de Argelia, las matanzas estalinistas…

Si formulamos la problemático en términos de la propia filosofía de Lévinas, podemos decir que el Estado es una forma más de totalidad (y quizás una de las más acabadas). Recordemos la crítica de Rosenzweig a Hegel: el Estado hegeliano moderno es una totalidad que oprime al individuo, erigiéndose como tal a través del imperialismo y la realpolitik. Lévinas recoge la crítica de Rosenzweig y la desarrolla: el Estado es parte de lo Mismo. Me explico: normalmente se considera al Estado como un ente que es (o debería ser) neutral, aséptico y objetivo. Frente al Estado, se dice, somos todos iguales. Así, se entabla una reciprocidad de semejantes: somos todos iguales, somos todos lo mismo, formamos parte de un conjunto, somos una totalidad. Y asì, la consecuencia lógica es el totalitarismo moderno y sus derivados: la guerra, el imperialismo y la opresión. En la misma matriz del Estado moderno, está el germen de su error: el intento de igualar a todos, negando al Otro y su diferencia. Si lo pensamos en otros términos, podemos decir que el Estado moderno no es una relación ética porque no surge del cara-a-cara: no se desarrolla a partir del rostro del Otro, sino de una mirada impersonal. Por lo tanto, olvida lo no tematizable, lo irreductible y lo inabarcable de toda relación ética: crea una estructura que intenta contener lo incontenible.

Ahora bien, la crítica de Lévinas no es una crítica al Estado de por sí, sino a cierto tipo de Estado: el Estado moderno totalitario. Lévinas no es un anarquista: no está en contra por principio de la organización estatal. Sin embargo, le exige al Estado que, en vez de fundarse en el contrato social, se funde en la relación ética: para que un Estado sea justo, no tiene que estar basado en fuerzas impersonales sino en la relación con el Otro. Solo habrá justicia cuando reconozcamos al Otro en cuanto Otro.

Mandamiento y justicia

Dijimos que la justicia tiene que estar basada en la relación con el Otro. Sin embargo, hay un problema: la justicia, por su propia esencia, es un igualador. El juez no puede decidir declarar inocente o culpable a alguien simple y sencillamente por su reacción ética al rostro de esa persona. En otras palabras, y de acuerdo a la genial expresión de Lévinas, la justicia es la comparación de los incomparables: la justicia nos iguala a todos frente a una ley común. De hecho, la gran virtud de la ley es justamente esa: ordenar a la sociedad a través de un conjunto de reglas pre establecidas, que regulan la vida de los individuos. No puedo explicarle al juez que evadí impuestos porque, frente a la cara indefensa de mi cliente, no tuve más remedio que no cobrarle el IVA.

En resumen, tenemos una tensión entre la relación ética, ese encuentro con el Rostro de Otro, que me interpela de manera directa, y la justicia impersonal, que iguala a todos bajo una misma ley, dejando de lado sus particularidades.

¿Cómo recorrer la distancia entre la justicia y la relación ética sin quebrar ni a la justicia ni a la ética?

Richard Cohen (un filósofo estadounidense que tradujo a Lévinas al inglés y que escribió varios libros que les recomiendo porque explican pensamiento el pensamiento de Lévinas de manera muy clara) da un ejemplo: si veo una persona hambrienta, soy responsable de acabar con su sufrimiento. Su rostro me interpela. Tengo el deber moral de darle comida. Sin embargo, su sufrimiento es infinito: si le doy comida hoy, satisfago su hambre hoy pero mañana estará hambriento nuevamente. Y si le doy comida todos los días y soluciono su hambre, seguirá teniendo otras necesidades: ropa, salud, amistades, dinero, autoestima…y podríamos seguir de manera infinita. Aunque me entregue de manera absoluta al Otro, me será imposible proveerle de todo lo que necesita: siempre habrá un vacío que yo no puedo llenar, una necesidad que no puedo suplir. Y más aún: darle comida a una persona implica que no se la estoy dando a otro. Si doy alimento al necesitado que tengo enfrente, estoy “gastando” ese alimento en él en vez de cualquiera de los otros cientos de millones de hambrientos en el mundo. En términos de economía: se trata de producir y distribuir bienes y servicios escasos para satisfacer necesidades y deseos infinito.

Para resolver la paradoja, tenemos que cambiar nuestra mirada: la justicia tiene que surgir de la relación ética. En hebreo, Tzedek (justicia) y Tzedaká (caridad) comparten una misma raíz: ayudar al necesitado es un acto de justicia, no un mero acto de amor. Según Lévinas, la justicia no surge de una ley común sino de ceder de uno mismo para el Otro.

Muchos judíos acostumbran mezclar el vino del kidush de Shabat con un poco de agua: el  vino representa el juicio y el agua representa la misericordia. El simbolismo es claro: el juicio puro no es justicia, sino una perversión de la justicia. La justicia exige unas gotas de misericordia. En términos de Lévinas, podríamos decir: la justicia exige ética. En otras palabras, la justicia – relación impersonal- no puede ser justa si es meramente una relación impersonal. Acá podemos agregar algo que ya hemos dicho anteriormente: misericordia en hebreo se dice “Rajamim” y comparte raíz con “Rejem” (“útero”). Mezclar el juicio con la misericordia es incluir un aspecto maternal en la justicia.

Ahora bien, ¿cómo lograr que la justicia surja de la relación ética? ¿Acaso la ley impersonal no rompe con este hermoso sueño de una justicia basada en el encuentro con el rostro del Otro? Creo que la respuesta es simple: hay que reemplazar la ley por el mandamiento. Lo que subyace a la ética, la justicia, el rostro del Otro y toda la parafernalia es la responsabilidad infinita que tengo con el Otro: tengo deberes ineludibles. Esos deberes son los preceptos o mandamientos: obligaciones que no surgen de un acuerdo entre partes sino de una demanda que me viene de afuera y me compele a hacer lo que debo hacer. Fíjense cómo en el corazón del discurso filosófico de Lévinas vuelven a aparecer las Mitzvot (preceptos, mandamientos).

Hasta acá por hoy. La próxima entramos de lleno en el sionismo de Lévinas.

Nos vemos cuando nos veamos.

Emmanuel Lévinas (parte 13)

Vergüenza y arrepentimiento

La vergüenza es un sentimiento que incomoda: pone mal, molesta. Es feo sentir vergûenza: enfrentarse con los propios defectos puede ser una experiencia desgarradora. Imaginemos un escenario: una persona está a dieta porque quiere bajar de peso. Sabe qué debe y qué no debe comer. Pasa por la cocina y ve una torta. Piensa: ¿y si como un pedazo…? Agarra un pedazo de torta y se lo come. Al minuto, se paraliza: ¿para qué habrá comido? Se siente mal. Llora en silencio. Sabe que lo que hizo está mal…y sin embargo, lo hizo. ¿Cómo corregir el pasado?

La vergüenza lo está enfrentando a sus defectos: amplifica su lado negativo y lo obliga a confrontar una parte de sí mismo que le molesta. La vergüenza es el motor del cambio de personalidad. Sin vergüenza, somos felices como somos y no nos preocupamos por mejorar: total, da todo lo mismo.

Por supuesto, la vergüenza en exceso también puede ser paralizante: avergonzarse de uno mismo puede llevar al autodesprecio y la falta de autoestima. Sin embargo, un nivel razonable de vergüenza es fundamental para el mejoramiento del carácter. Sentir que algo está mal, que las cosas no cierran: cuando hay dolor porque las cosas no están bien, entonces podemos movilizarnos para cambiar las cosas.

Veamos cómo habla el propio Lévinas:

El judaísmo trae este mensaje magnífico. El remordimiento -expresión dolorosa de la impotencia radical de reparar lo irreparable- anuncia el arrepentimiento generador del perdón que repara. El hombre encuentra en el presente con qué modificar el pasado, cómo borrarlo. El tiempo pierde su irreversibilidad misma. Se postra nervioso a los pies del hombre como un animal herido. Y lo libera.

El arrepentimiento (“Teshuvá” en hebreo) tiene el poder de modificar el pasado: mediante el arrepentimiento, la persona deja de estar dominado por el tiempo y pasa a dominarlo. Siento remordimiento o vergüenza cuando tomo conciencia que hice algo malo e irreparable: no puedo viajar con la máquina del tiempo y evitar cometer el error. Cuando me doy cuenta de lo irreparable de la pérdida, de la grandeza de mi error, cuando asumo que me equivoqué, entonces me libero del tiempo: dejo de ser esclavo de mi pasado. Ahora mis errores, mis faltas y mis pecados se transforman en méritos. La vergüenza genera arrepentimiento, y el arrepentimiento provoca el perdón. El perdón es un regalo Divino, sí, (como destaca el propio Lévinas: pensemos en la raíz de la palabra “rajamim”, “misericordia” en hebreo”: “rejem”, útero; hay una íntima relación entre la misericordia y la maternidad, y quizás podamos asemejar nuestra relación con D-s con la relación madre-hijo) pero acá hay algo más profundo: el propio acto de arrepentimiento es una forma de volver a D-s, dándole la espalda a lo que uno es. Sería aleccionador comparar este enfoque con el de las luminarias del Musar, como Rab Elyahu Dessler, o del Jasidut, como Rab Menajem Mendel Schneerson.

A partir de esto, podemos entender a Lévinas cuando explica que la vergüenza es el catalizador del arrepentimiento. Si volvemos a conceptos que ya hemos visto anteriormente, podemos pensar en la demanda infinita que nos viene desde afuera, desde el Otro, y en la “mala conciencia”: la vergüenza es salir de uno mismo a partir del sentimiento de que las cosas pueden ser de otro modo. Lévinas lo resume en una frase que me parece excelente:

Nadie puede quedarse en sí mismo.

Todos estos conceptos tienen claras raíces en las fuentes judías. Cuando leía a Lévinas para escribir este artículo, pensaba en la historia de Tamar y Yehuda: al final de la misma, Yehuda se expone, con toda su vergüenza, reconoce su enorme error y así repara el pasado. De la simiente de Tamar y Yehuda, surge el rey David y, por consiguiente, el Mashiaj.

Hospitalidad

Hay un concepto en la obra de Lévinas que será luego retomado por Derrida, quizás el filósofo que más hizo para ubicar a Lévinas como un referente en la filosofía contemporánea: la hospitalidad.

¿Qué es la hospitalidad? Es ponerse en contacto con el Otro, ese Otro que no puedo domesticar y que escapa a toda estructura cerrada: es dar preferencia al Otro y abrirle las puertas de mi propia vida. En otras palabras, estar abierto a las necesidades del Otro. Salir del encierro en uno mismo: escuchar al Otro, cubrir sus necesidades, amarlo como a un prójimo. Estar para el Otro.

Somos una puerta: podemos cerrarla y quedarnos enfrascados en nosotros mismos, en nuestras propias preocupaciones y sueños, o abrirla y dejar espacio para el Otro.

Piensen en la vida en pareja, en familia, en la amistad o en la comunidad: se trata de dar lugar al Otro e invitarlo a nuestro espacio. Dar de uno para el Otro. Ser para el Otro. Estar atento a lo que el Otro necesita, en vez de a lo que uno quiere.

Apertura e indefensión

Ahora podemos introducir un nuevo concepto: la apertura. Estar abierto al Otro. El siguiente pasaje probablemente sea mi preferido de todo lo que leí de Lévinas:

La apertura es lo descarnado de la piel expuesta a la herida y el ultraje. La apertura es la vulnerabilidad de una piel ofrecida, en el ultraje y en la herida, más allá de todo lo que puede mostrarse, más allá de todo lo que, de la esencia del ser, puede exponerse a la comprensión y a la celebración. En la sensibilidad, “se pone al descubierto”, se expone un desnudo más desnudo que el de la piel que, forma y belleza, inspira a las artes plásticas; desnudo de una piel ofrecida al contacto, a la caricia de siempre, y aun en la voluptuosidad equívocamente, es sufrimiento por el sufrimiento del otro.

Estar para el Otro. Abrirse. Exponerse. Dejar ver la herida. Estar desnudo frente al Otro. Rebajarse. Mostrarse vulnerable. Entregarse. Humillarse.

En resumen:

La palabra “sinceridad» toma aquí todo su sentido: descubrirse sin defensa alguna, estar entregado.

Me resulta muy claro que la inspiración judía de Lévinas es el tzaraat (mal traducido de manera popular como “lepra”). El tzaraat era una enfermedad cutánea que se podía expresar de muchas maneras: una herida abierta en el cuerpo de uno que expresaba una falta espiritual. Un dolor en el cuerpo que expresa un dolor en el alma. En otras palabras: la vergüenza expuesta hacia afuera. En términos de la medicina moderna (y a riesgo de ser reduccionista), un trastorno psicosomático: la externalizaciòn de lo interno.

Hasta acá por hoy. La próxima, más de Lévinas: veremos su concepto de la política y la justicia y los contrastaremos con lo que dijimos hoy.

Nos vemos cuando nos veamos.

Emmanuel Lévinas (parte 12)

D-s como exterioridad
Hablamos antes del D-s de Lévinas y planteamos que hay dos conceptos distintos de D-s en su obra: por un lado, D-s como un emergente de la relación ética; por el otro, D-s como el Otro, el gran Otro. Centrémonos en este segundo concepto: profundicemos y veamos cómo podemos llegar, a partir de D-s como el Otro, al primer concepto de D-s.
Cuando decimos que D-s es el Otro, estamos diciendo que D-s es alteridad: está separado y distante. D-s está allá, lejos: es trascendente.
Esta perspectiva es un corolario del pensamiento de Lévinas en torno a las relaciones: para que haya una verdadera relación entre D-s y el ser humano, para que sea una relación entre dos términos y no una mera reducción a lo mismo, para que el ser humano no se disuelva en la marea Divina, D-s tiene que estar separado del ser humano: ser Otro es ser trascendente.
Lévinas sería un duro crítico de las corrientes new age que enfatizan la espiritualidad y encuentra a D-s en el corazón o en el alma de cada persona. Para Lévinas, el neo-jasidismo de Arthur Green, Shlomo Carlebaj o Zalman Schachter-Shalomi o el nuevo sionismo religioso de Rab Shagar, que se focalizan (cada uno a su manera) en la interioridad del sujeto, en la inmanencia Divina, en cultivar un espacio interno de amor, en buscar a D-s en la chispa Divina que anida en nuestras almas y en conectarnos con los otros, el mundo y D-s a través del sentimiento, son formas bajas de judaísmo. Lévinas no tendría paciencia con estas manifestaciones de religiosidad, a las que consideraría formas egocéntricas de judaísmo: un D-s que está adentro mío no es más que una extensión de mí mismo.
Para Lévinas, D-s es el Otro: está más allá de este mundo. No está acá adentro sino allá afuera: me excede en todo sentido. Me mira desde arriba y, por lo tanto, me desafía: “vení, salí de vos mismo”. Un D-s trascendente es un D-s que dice: no te conformes, no sos así y ya está. Las cosas pueden ser de otra manera. El mundo puede ser de otra manera. Vos podés ser de otra manera.

Religión para adultos y ateísmo
Una de las citas que más me gustan de Lévinas es esta:

¿Qué significa este sufrimiento de los inocentes? ¿Acaso no testimonia de un mundo sin D-s, de una tierra donde sólo el hombre mide el Bien y el Mal? La reacción más simple, la más común, consistiría en concluir en el ateísmo. Reacción que es también la más sana para todos aquellos a quienes, hasta entonces, un D-s algo primario distribuía premios, infligía sanciones o perdonaba las faltas y, en su bondad, trataba a los hombres como niños eternos. ¿Pero de qué demonio obtuso, de qué mago extraño poblaron ustedes su cielo, ustedes que hoy lo declaran desierto? ¿Y por qué bajo un cielo vacío buscan todavía un mundo sensato y bueno?
La certeza de D-s, Yossel hijo de Yossel la experimenta como una fuerza nueva, bajo un cielo vacío. Dado que si existe tan solo, es para sentir sobre sus espaldas todas las responsabilidades de D-s. Hay en la vía que conduce al D-s único, una etapa sin D-s. El verdadero monoteísmo debe responder a las exigencias legítimas del ateísmo. Un D-s de adulto se manifiesta precisamente por el vacío del cielo infantil.

Acá D-s es tan Otro, tan no de este mundo, que nos invita a repensar las formas tradicionales de representar a D-s. El ateísmo – poner en cuestión a D-s, discutir las metáforas tradicionales- es una etapa de la vida religiosa: no podés tener treinta años y seguir pensando en el mismo D-s que cuando tenías cinco años. Si tu D-s es un viejito con barba que reparte castigos y recompensas, seguramente tu fe se derrumbe frente a una tragedia. Si tu D-s es la mano invisible que premia a los justos y castiga a los malvados, cuando veas el sufrimiento del justo, tu fe se va a tambalear. Pero ese D-s es infantil y chiquito: hay más en el judaísmo que eso. En términos contemporáneos, el problema de los Nuevos Ateos (Sam Harris, Daniel Dennett, Richard Dawkins y Christopher Hitchens) es precisamente ese: su concepto de D-s es el más primitivo e infantil posible, por lo que sus argumentos en contra de la existencia de D-s son igualmente simplistas. Lévinas nos plantea algo que creo que es interesante: el ateísmo es una etapa importante en el camino religioso. Algunos de los argumentos del ateo son justos y correctos. Debemos escuchar y responder. ¿Querés tener una religión para adultos? No te quedes atascado en concepciones infantiles. Superá la imagen del viejito con barba.
Creo que acá hay un desarrollo psicológico de la teología negativa de Maimónides: debemos desprendernos de los conceptos familiares de D-s y para ellos tenemos que plantear otros más refinados y complejos. Por eso, el D-s del adulto se manifiesta en el vacío del cielo del niño: el D-s del adulto no es un viejito que reparte castigos y recompensas sino un D-s que exige responsabilidad. En términos sencillos, una religión para adultos es una religión que no subestima al individuo ni lo trata como a un niño sino que lo enfrenta y desafía a crecer y superarse.

Revelación como irrupción del Otro
Desde la perspectiva de la religión para adultos, ¿qué sería la Revelación? Recordemos: no es meramente un D-s que habla. Hay algo más profundo: la Revelación es la irrupción del Otro. Es la entrada del Otro en el Yo. O más fuerte: la ruptura de la Totalidad por vía de lo Otro. La Revelación, entonces, es D-s quebrando la unidad del mundo, es D-s marcándole al ser humano sus límites, es D-s mostrando que hay algo más allá del Ser.
La Revelación es un exceso: el Infinito irrumpiendo en lo infinito. Es lo exterior, la alteridad, lo extraño, lo lejano, lo trascendente que, de alguna manera, aparece y nos muestra que la Totalidad no es todo. La Revelación es una ruptura de un mundo que se nos presenta como ordenado, cerrado, autárquico y autosuficiente.
Según Lévinas, la Revelación es desborde: un deseo por algo más allá de uno mismo. Fíjense que la Revelación no es una unión mística con lo Divino: el hombre no desaparece bajo la enormidad Divina. El ser humano sigue estando ahí, parado, en su pequeñez, frente a un D-s que lo confronta: D-s ordena y manda, pero no destruye al hombre. El ser humano se siente compelido a actuar y a acercarse a D-s, a ese otro gran Otro, pero no desapareciendo en la marea de una unidad mayor sino siendo él mismo. D-s rompe la unidad del mundo y del ser humano, pero no para subsumirlos en la gran unidad Divina, sino para impelerlos a elevarse y mejorar.

La trascendencia de la ética
Si seguimos con esta línea de la trascendencia, podemos avanzar y comprender mejor la concepción de la ética de Lévinas:

Ni las cosas, ni el mundo percibido, ni el mundo científico permiten volver a encontrar las normas del absoluto. Como obras culturales, están bañadas por la historia. Pero las normas de la moral no están enmarcadas en la historia y la cultura. Tampoco son islotes que emergen de ellas ya que hacen posible toda significación, también la cultural, y permiten juzgar las Culturas.

Contra el historicismo de Hegel o Marx, el nihilismo de Nechayev o el evolucionismo biológico de Frans de Waal, Lévinas considera que la ética es absoluta y trascendente. La cultura no crea a la ética, sino que la ética permite juzgar a la cultura. Hegel o Marx dirían: la moral está determinada por las condiciones históricas de una cultura/modo de producción dada; Nechayev diría: no hay moral universal, sólo táctica revolucionaria; de Waal diría: la moral es producto del proceso evolutivo. En los tres casos, la moral es un subproducto del mundo de las cosas: no tiene existencia propia sino que es consecuencia de determinaciones externas. Lévinas se opone terminantemente: para él, la ética no es un derivado del mundo, ni de las ideas. La ética es trascendente: está más allá del mundo, más allá de la cultura, más allá de la historia. La ética es la que da sentido y significado a la vida y al mundo: es la fuente y la raíz, no un fruto accidental de otra cosa.

Contra la autoayuda
Dijimos anteriormente que Lévinas sería muy crítico de las nuevas formas de espiritualidad o religiosidad basadas en el cultivo de la interioridad del sujeto. Para él, no son más que formas egoístas (y, por ende, corruptas) de judaísmo: autocomplacencia, en vez de un desafío para mejorar el mundo.
Podemos decir más: el boom de la autoayuda no es casual. Incluso en el mundo religioso, está lleno de discursos que hablan de la autorrealización o el camino espiritual como vía hacia la felicidad. Esta reducción del judaísmo a una especie de terapia sería denunciada por Lévinas en los términos más duros posibles: para él, el judaísmo precisamente se trata de quebrar al yo, destruir al ego, dejar de preocuparse por uno mismo y empezar a actuar en pos del Otro.
Lévinas diría: ¿querés autorrealizacion? Dejá de preocuparte por vos mismo y empezá a ocuparte de los otros. Trabajá, esforzate. Salí de vos mismo. En términos de la tradición judía: גדול המצווה ועושה יותר ממי שאינו מצווה ועושה (es más grande quien es comandado y hace que quien hace sin ser comandado). En otras palabras: es más grande la persona que está obligada a hacer y cumple con su obligación que la persona que, por iniciativa propia, decide hacer. Traduciendo al lenguaje de Lévinas, podemos decir: la responsabilidad está antes que la libertad. No te dejes llevar por la espontaneidad: disciplinate. Dejá que D-s entre en tu vida mediante un trabajo constante: esforzate, con sacrificio y persistencia, para mejorar el mundo. En términos judíos: Avodat Hashem (culto a D-s, trabajo Divino).

Emmanuel Lévinas (parte 11)

Mandamiento, responsabilidad y libertad
El concepto fundamental en el judaísmo tradicional es “Mitzvá” (mandamiento, precepto). Destilado a su esencia más pura, el judaísmo tradicional se reduce al cumplimiento de las 613 Mitzvot. En ese sentido, el judaismo empieza con deberes y obligaciones, no con derechos: la responsabilidad es anterior a la libertad. Lo que debo hacer/ser es más importante que lo que quiero hacer/ser.
Lévinas defendió sin cesar la supremacía de la ética por sobre la ontología, o, lo que es lo mismo, del bien sobre lo real. El núcleo de su planteo puede expresarse en la responsabilidad infinita que tengo hacia el Otro: yo soy, porque me responsabilizo con el Otro. Soy, en la medida en que me hago cargo de las necesidades y deseos del Otro, soy cuando dejo de preocuparme sólo por mí mismo y empiezo a tomar responsabilidad por el Otro. Esto es importante, tenemos que comprenderlo para captar la fuerza del mensaje de Lévinas: la ética no se explica ni se justifica. Preocuparme por el Otro – hacer por el Otro- no necesita una motivación ni una causa: primero tengo una responsabilidad, y después la racionalizo. La responsabilidad es un mandamiento, un precepto, una obligación que me viene de afuera, no un fruto de cálculos racionales o sentimientos altruistas. De nuevo: la ética es responsabilidad, y esa responsabilidad no tiene una causa fuera de la propia responsabilidad.
Si pensamos esto en términos de lo que ya hablamos del Yo y el Otro, podemos decir: la libertad surge del Yo; la responsabilidad, del Otro. Como para Lévinas, el Otro siempre está antes que el Yo, la responsabilidad también está antes que la libertad.

La libertad según Lévinas y Sartre
Quizás podamos entender mejor la originalidad de Lévinas si comparamos su enfoque con el de Jean-Paul Sartre.
Una de las frases más famosas de Sartre es:

El hombre nace libre, responsable y sin excusas.

¿Qué significa esto? El ser humano es libre: somos libertad absoluta, puro proyecto, podemos ser lo que queramos (recuerden lo que vimos de Heidegger). El ser humano nace sin condicionamientos, con la libertad total de elegir, pero esa capacidad de elegir nos angustia, por lo que muchas veces terminamos delegando la elección en otros, para así no cargar con el peso de la libertad. Por ejemplo: un médico tiene que elegir entre salvar la vida de un paciente o de otro; no tiene tiempo que perder, tiene que tomar una decisión, pero no sabe qué hacer; entonces consulta a un superior, o lee el reglamento interno del hospital, o tira una moneda. Ya está: se quitó el peso de la libertad de encima, otros (el superior, el reglamento o la moneda) decidieron por él. Pero…de repente, la angustia lo asalta por la noche, en medio del sueño: ¿habrá tomado la decisión correcta? ¿Quizás salvó una vida que valía menos que la que dejó morir? ¿Cómo saberlo? No hay forma de acallar la angustia, no hay forma de evadirse del ejercicio de la libertad. No elegir también es una forma de elección. La responsabilidad, entonces, para Sartre es un derivado de la libertad: soy libre para elegir, entonces tengo que elegir el bien (y acá, obviamente, debemos problematizar el bien: ¿cómo saber que lo decidimos es lo correcto?). Soy libre, por lo tanto soy responsable.
Pero Lévinas invierte los términos:

El sujeto no resalta sobre el ser por una libertad que lo volvería dueño de las cosas, sino por una susceptibilidad preoriginaria, más antigua que el origen, susceptibilidad provocada en el sujeto sin que la provocación se haya hecho jamás presente, o logos que se ofrece a la asunción o al rechazo y que se coloca en el campo bi-polar de los valores. Por esta susceptibilidad, el sujeto es responsable de su responsabilidad, incapaz de sustraerse a ella sin guardar la huella de su deserción. Es responsabilidad antes de ser intencionalidad.

La responsabilidad antecede a la libertad: antes de poder elegir, el Bien se me aparece como externo. Me obliga. Es an-arquia: “sin origen”, es preoriginaria, más antigua que el origen. En otras palabras, el deber no es un derivado de mi conciencia sino que la precede: antes de mi libertad, está mi responsabilidad. Sartre diría: soy libre de hacer lo que quiero y, por consiguiente, debo ejercer mi libertad haciendo el bien; Lévinas diría: soy responsable ante el Otro, por lo que debo ejercer mi libertad en pos del Otro, para el Otro.
En palabras de Lévinas:

Ser dominado por el Bien no es escoger por el Bien a partir de una neutralidad, frente a la bi-polaridad axiológica.

De nuevo: el bien no es un derivado de mi libertad, no elijo entre dos alternativas igualmente válidas. La moral no es un mero gusto subjetivo. No. La ética es responsabilidad: es dejarse arrastrar por el Bien, ser raptado por el Otro.Otro punto interesante de comparación es el siguiente: Sartre habla mucho de la “mala fe” (“mauvaise foi”). La persona de “mala fe” es aquello que no se hace cargo de su libertad, que se cosifica a sí mismo y, en vez de tomar decisiones por sí mismo, se apoya en un código externo de conducta. Es una forma de autoengaño. Para Sartre, la conciencia está por encima del mundo y no está determinada por los entes (en otras palabras: mi conciencia no está determinada por nada externo a sí misma). La conciencia está vacía, no es nada: somos potencialidad pura, somos lo que hacemos, nos creamos a nosotros mismos con cada decisión que tomamos. Por lo tanto, la libertad es total y absoluta, y quien se aferre a algo externo a sí mismo para tomar sus decisiones (D-s, el deber moral, las leyes, etc) tiene “mala fe”. Lévinas responde: la responsabilidad es infinita y trascendente, no la libertad. No somos pura libertad: somos pura responsabilidad. Mi conciencia no está determinada por las cosas ni por los entes, es cierto, pero está determinada por lo Otro que me supera, excede y delimita: nunca termino de agotar mis obligaciones morales, siempre puedo hacer más. No me creo a mí mismo, fui creado: mi conciencia no es un absoluto, hay algo que está por encima mío (quién sepa algo de judaísmo, notará la conexión con el Faraón de Egipto y los comentarios del Midrash respecto a su estatus como divinidad). Por lo tanto, nunca hago demasiado bien, siempre puedo ser mejor persona.

Hasta acá por hoy.

Nos vemos la próxima con más Lévinas (estoy intentando simplificar para pasar a otros autores, pero no es fácil).

Nos vemos cuando nos veamos.

Emmanuel Lévinas (parte 10)

Comunicación: Dicho y Decir

Vayamos a un nuevo tema. Entremos a otra arista del pensamiento de Lévinas. Hablemos de la comunicación. Ustedes dirán: ¿acaso la filosofía judía tiene algo para decir sobre la ética comunicativa, sobre el discurso mediático o sobre el lenguaje? Respuesta corta: ¡por supuesto! Respuesta larga: sigan leyendo…
Hemos hablado largo y tendido sobre el Otro, la ética y el Rostro. Volvamos a la relación ética y encaremos el asunto desde otro enfoque.
En De otro modo que Ser, la gran obra de madurez de Lévinas, habla de dos modalidades del lenguaje: el Decir y lo Dicho. Voy a intentar explicar los conceptos en su sentido más sencillo, sin complicaciones teóricas innecesarias, y relacionarlos con lo que estuvimos viendo del pensamiento de Lévinas. Lo Dicho es el contenido: los significados, el aspecto del lenguaje que intenta representar las cosas del mundo. El Decir es el aspecto relacional del lenguaje: el hecho mismo de que el lenguaje implica una relación recíproca, entre un Yo y un Otro. En toda comunicación, entonces, hay algo Dicho (un cierto contenido) y un Decir (algo que va más allá del contenido mismo del lenguaje). Toda comunicación es un acto que relaciona a un Yo y a un Otro (eso es el Decir) mediante un mensaje (eso es lo Dicho). Hasta acá estamos, ¿no?
Sigamos. Ahora va a empezar lo interesante y va a entrar en juego el toque levinasiano en nuestro análisis. El Decir es poner en relación dos términos irreductibles: toda comunicación se da entre dos sujetos, Yo y el Otro. Y como ya vimos anteriormente de manera detallada, esa relación entre Yo y el Otro es un relación ética, que separa y conecta simultaneámente: de hecho, lo mismo que me separa con vos es lo que me conecta con vos. Primer punto interesante: el Decir es una aplicación práctica, en el área de la comunicación, del desarrollo teórico sobre la relación ética. En términos de lo que ya hemos hablado antes, el Rostro del Otro es ante todo una relación que se expresa en el lenguaje, una irrupción en el orden de lo cotidiano, una epifanía que rompe con la realidad. Lo Dicho es lo que estamos acostumbrados a pensar que es el lenguaje: una convención de signos que transmiten información. El Decir es aquello que está contenido en lo Dicho pero que lo excede: es lo que se escapa, lo que está más allá del lenguaje; pero que sólo puede transmitirse mediante el lenguaje. Esta es una linda paradoja en la que quiero detenerme: el Decir se transmite con el lenguaje, pero lo excede, lo rompe, lo supera. El Decir es aquello que se dice al Otro pero que está más allá de lo Dicho: es lo que no se aprehende del discurso. En términos sencillos: la comunicación está fallida desde un principio, porque todo lo que yo diga puede ser malinterpretado por vos, todo lo que yo diga puede tener millones de significados que no tienen nada que ver con lo que yo quería decir. Por eso, cuando hablo, me expongo: mis palabras dejan de ser más y pasan a ser del Otro. Hay algo que me trasciende en el discurso, algo que está más allá de mí. Y por lo tanto, todo acto comunicativo tiene algo de profético: toda palabra me excede y me supera y así puedo transformarme en vehículo de cosas trascendentes. Pero la paradoja es: no hay Dicho sin Decir. O sea: no hay trascendencia sin inmanencia. No hay ruptura del discurso sin discurso. No hay ética sin ontología. La puerta que abre Lévinas es: la comunicación no es mera información, porque toda comunicación es en cierta medida profética.

El Infinito
Si avanzamos un pasito más en nuestro análisis de la comunicación, llegamos a una idea clave: la distancia irreductible, inevitable, insuperable, entre las personas que se da en todo acto comunicativo. No puedo reducirte a mí, porque te escapás a toda apropiación que pueda hacer de vos. Cuando pienso que te conozco perfectamente, hacés algo impredecible que me demuestra que todos los preconceptos que tenía de vos estaban errados y eran insuficientes. Nunca termino de conocerte, nunca termino de saber quién sos. Siempre me superás, me Va más, me mostrás mis límites.
La distancia entre dos personas es imposible de destruir: si elimino la distancia, transformo el diálogo en monólogo. Hago del Otro una extensión de mí mismo. La distancia, entonces, es ineludible e infinita: es el espacio de donde surge la posibilidad misma de una relación entre un termino y otro. En base a esto, podemos pensar (y este pensamiento no estaría muy alejado de Buber o Rosenzweig): de la relación entre Yo y el Otro surge el infinito. Y el infinito es D-s. En otras palabras, D-s se encuentra en la relación ética. Es un emergente de una relación que no viola la trascendencia del Otro.
Por otro lado, Lévinas llega a D-s a partir de Descartes: en sus propias palabras, Descartes descubrió lo siguiente:

Una alteridad total, irreductible a la interioridad y que, si embargo, no violenta la interioridad.

¿Qué quiere decir esto? Descartes, en sus famosas Meditaciones metafísicas, intenta demostrar la existencia de D-s. Su argumento, de manera esquemática y simplificada, es: yo tengo una idea del infinito, pero esa idea no puede provenir de mí mismo, porque el infinito es algo que está por encima mío; por lo tanto, tiene que ser una idea que implantó D-s, que es infinito. Lévinas lee estos pasajes de Descartes como el descubrimiento de algo que excede a la persona: la idea del Infinito es trascendente, no es de este mundo, no es parte del orden de lo real. Es un movimiento que no parte de mí mismo (de mi interioridad) sino de lo Infinito (de la exterioridad, de D-s). Fíjense que todo el pensamiento de Lévinas tiene un eje: salir de uno mismo, buscar un punto de apoyo que no sea el yo. D-s es exterioridad, trascendencia, exceso, desmesura: en una palabra, Infinito.
Esta idea de D-s como Infinito no es un invento de Lévinas: en la Cabalá, D-s es llamado Ein Sof (“Sin fin”, “Infinito”). Sería un ejercicio interesante comparar el Infinito de Lévinas con el Infinito de autores más tradicionales, como Rab Shneur Zalman de Liadi o Rab Jaim de Volozhin.
¿Cómo llegar a D-s? No mediante el conocimiento sino el deseo. No mediante el saber o el conocer sino mediante el amor. Para llegar a D-s, no hay que ser un sabio ni un científico ni un filósofo sino una persona que se abre al Otro y deja espacio para que entre el Otro en su vida.
Si problematizamos el concepto de D-s que nos presenta Lévinas, vamos a ver una cierta tensión entre dos enfoques: por un lado, D-s como un emergente de la relación ética; por el otro, D-s como exterioridad y exceso. O sea, está el D-s que surge en las relaciones interpersonales y el D-s que se me presenta como exceso de mi mente, como una idea que se me escapa. Hay un fondo en común entre estas dos concepciones, que es el Otro, el absolutamente Otro. Pero podemos preguntarnos si estas dos concepciones no son contradictorias o si simplemente son dos formas de encarar lo mismo desde otra perspectiva.

Emmanuel Lévinas (parte 9)

Religión como ética

Toda tradición es susceptible a múltiples lecturas; toda lectura es, en algún punto, selectiva. Decidimos enfocarnos en tal o cual aspecto que nos parece relevante y ponemos entre paréntesis tal otro aspecto que pensamos irrelevante o, peor, directamente negativo. En base a esto, ¿podemos plantear que una lectura es correcta y otra incorrecta o todo se reduce a la mirada del lector que decide, en función de sus propios valores, cómo filtrar al texto?
Vayamos un paso más atrás: ¿la religión (cualquier religión) es necesariamente moral? ¿Cuál sería la distinción entre “buena religión” y “mala religión” (si es que tal distinción tiene algún sentido)? ¿Cuál sería el signo de la “religión”? Lévinas dice:

Proponemos llamar religión a la ligadura que se establece entre el Mismo y el Otro, sin constituir una totalidad.

De nuevo lo mismo: lo Mismo y lo Otro, irreductibles, sin formar nunca una unidad total, siempre separado. Lo Mismo y el Otro forman una relación pero no se difuman en la relación: siguen teniendo un peso propio. La relación no los “come” ni desaparecen bajo un todo que los abarca. El concepto de la religión como relación surge de la etimología latina de la propia: según algunos, “religión” proviene de “religare” (“atar”, “ligar”). En otras palabras, la religión es una ligazón, una relación. ¿Entre qué? Dice Lévinas: entre lo Otro y lo Mismo. La pregunta es: ¿esto significa entre Yo y otra persona? ¿O significa entre Yo y D-s? ¿O significa entre lo que es como yo y lo que es distinto a mí? Creo que la respuesta es: las tres a la vez. Esa es una clave en el pensamiento de Lévinas: la relación ética es relación con el Otro, y el Otro es tanto la otra persona, como D-s, como el distinto. En el fondo del rostro del Otro, está D-s; en el oprimido, está D-s; toda relación con D-s (toda religión) es ética. Una relación con D-s que no sea una relación con lo Otro (es decir, que se acerque a D-s como un mero objeto, intentando entablar una relación utilitarista) no es religión sino idolatría. Noten que la idolatría no es un error intelectual sino ético: entablar una relación que quiebre con la alteridad del Otro, intentando apropiarlo para mis propios fines en vez de respetar su singularidad. Fíjense: la propia relación de ligazón implica una separación, una distancia. Si así no fuese, la ligazón se transformaría en totalidad y desaparecería la diferencia entre lo Mismo y lo Otro: dejaría de haber una relación ética.
La religión, entonces, según Lévinas, consiste en una relación ética: no se trata de conocer a D-s sino de hablar con Él. Es ir al encuentro del Otro, y recibirlo al Otro en mi vida: es estar dispuesto a ponerse en jaque por la mirada de un Otro que me avergüenza, llama y limita a la vez. Es una relación de afecto y de deseo mutuo: de encuentro ético.
Comparen este enfoque con el “Caballero de la fe” de Kierkegaard, que se somete dócilmente a los dictados de D-s, sin importar la moralidad o inmoralidad de lo que exija D-s. Para Kierkegaard, el ideal de la fe es la persona absolutamente entregada a D-s, dispuesta a sacrificar incluso sus propios impulsos morales en pos de seguir la Voluntad Divina. Para Lévinas, un D-s que ordena hacer algo inmoral no es D-s: no hay allí ningún ideal religioso sino una perversión del sentido último de la religión, que no es más que la relación ética que mantiene la especificidad de cada una de las partes de la relación.

Desarmar a Heidegger

Habíamos dicho que Lévinas agarra a Heidegger, le da un giro judío, y, con ese giro, lo desarma. Creo que de eso se trata la filosofía judía: tomar las herramientas filosóficas de una época, utilizarlas para explicar al judaísmo y, simultáneamente, meter judaísmo en la filosofía, poniendo patas así arriba a la filosofía de moda. En otras palabras, la característica de un buen filosófo judío es explicar al judaísmo a la luz de la filosofía y a la filosofía a la luz del judaísmo. Pienso en Maimónides y su relación con Aristóteles, por ejemplo: indudablemente Maimónides está influenciado por Aristóteles y explica varias categorías fundamentales del judaísmo mediante conceptos aristotélicos pero, simultáneamente, marca los límites del aristotelismo y lo hace justamente mediante la confrontación de la filosofía aristotélica con el judaísmo. Así, Maimónides reviste de aristotelismo al judaísmo, pero también al aristotelismo de judaísmo.
Algo muy similar ocurre con Lévinas y Heidegger: Lévinas se basa en Heidegger pero, al meter al judaísmo en la ecuación, Heidegger se desarma a tal punto que la filosofía de Lévinas es una negación total de Heidegger. Y sin embargo, es imposible entender a Lévinas sin haber leído a Heidegger. Esa es la paradoja del filósofo judío: profundamente inmerso en un contexto filosófico determinado, pero igualmente destructor de ese mismo contexto. Dependiente, pero no determinado, podríamos decir.

La diferencia fundamental entre Lévinas y Heidegger (que Lévinas nunca se va a cansar de destacar) es la primacía de la ética por sobre la ontología. O, en términos más específicos, la primacía del Otro por sobre el Yo. Bajado a tierra: para Heidegger, el hombre ideal es aquel que piensa profunda e introspectivamente, transformándose en un conducto del Ser, un hombre sumergido en su tiempo y en el mundo; para Lévinas, el hombre ideal es aquel que sale al encuentro del Otro y se preocupa por darle un abrigo, un plato de comida y una cama para dormir.
Heidegger subordina al Ser a los entes: para él, el Ser siempre está condicionado por las cosas porque se nos aparece encarnado en cosas particulares. Más fácil: para Heidegger, el Ser no es abstracto y nebuloso porque siempre que pensamos en el Ser, pensamos nosotros, que somos personas concretas, que vivimos en este mundo. Lévinas remarca: hermoso, Heidegger, pero hay un problema. Si tu única relación con el Ser es el pensamiento -o sea, el conocimiento- ya de antemano estás condicionando al Ser a lo que entra en tu estrecha mente. No, dice Lévinas, hay algo que se me escapa y me excede: no puedo pensar al Ser así nomás. Y ahí entra el Otro como eso que no puedo aprehender ni captar del todo: el Otro como particular, como individualidad irreproducible.
Así, si para Heidegger la autenticidad es ser uno mismo, no depender de otros, no imitar conductas ni dejarse llevar por el dominio de los entes (en otras palabras: que el Otro no me controle), para Lévinas la verdadera relación ética es entregarse al Otro, ser para el Otro, mostrarse vulnerable y abierto al Otro, ser rehén del Otro.
Heidegger había dicho: el hombre es un “Ser para la muerte”. Si hay algo que todos sabemos, es que nos vamos a morir. La muerte es la posibilidad de la imposibilidad: es la posibilidad de que ya no haya nada, de no ser. Vivir de manera auténtica es reconocer que en algún momento ya no vamos a ser porque vamos a morir: posibilidad de la imposibilidad, la posibilidad de que ya ni seamos posibles potenciales porque ya no podamos decidir más. En contraste, Lévinas acepta que el hombre es un ser para la muerte pero dice: hay una forma de superar la muerte, de ponerse por encima del mundo natural, de lo temporal y lo óntico, y es la acción ética. Saber que me voy a morir, sí, pero dejar una huella que me exceda.

Basta por hoy. Corto, pero por lo menos volví a publicar.

Nos vemos cuando nos veamos.